Me hace mucha ilusión publicar este post, pues es fruto de una colaboración que comenzamos hace ya dos años Pablo Tornielli (autor de la bitácora Parafernalia) y yo a raíz de su publicación en el popular foro Arabistas por el mundo del artículo de Edward Said Living in Arabic, aparecido en Al-Ahram Weekly. Pablo sugirió entonces la conveniencia de traducirlo al español y yo le recogí el guante. Estuvimos trabajando en ello un tiempo hasta que, una vez lo tuvimos terminado, sin saberse muy bien como, lo abandonamos en el cajón.
Por suerte hemos rescatado la traducción y la reproducimos a continuación. Nos parece un texto imprescindible no solo porque proviene de una de las plumas más insignes del siglo pasado, sino porque es un testimonio de primera mano que ilustra de manera muy elocuente (nunca mejor dicho) la realidad lingüística de los países árabes: vigencia y funciones del fusha, cambio de códigos y registros, diferencias en el uso del idioma entre árabes “nativos” y árabes “de fuera”, la influencia de la religión, tópicos y prejuicios en torno a la lengua…
Es un poco largo, pero merece la pena dedicarle un tiempo a su lectura para comprender mejor qué significa vivir en árabe.
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El debate sobre la necesidad de reforma el islam, los árabes y su idioma —a través de la adopción del árabe vernáculo en lugar del clásico— continúa. Antes de su muerte en septiembre de 2004, Edward Said argumentó que dicho debate refleja una notable falta de la experiencia cotidiana sobre lo que es vivir en árabe.
La palabra elocuencia no se usa mucho hoy en día. Me refiero al sentido que una vez tuvo de distinguido ejercicio verbal (tanto escrito como hablado, pero principalmente este último), una habilidad con las palabras que puede deberse en parte a un don innato, pero que también necesita ser desarrollada y estudiada de maneras que hagan destacar a una persona elocuente como poseedora de algo que otros no tienen. Lo primero que acude a la mente es la oratoria, así como el tener una buena memoria. El inolvidablemente brillante estudio del arte de la memoria del difunto Frances Yates muestra la conexión, pero también muestra hasta qué punto esa clase de habilidad ha desaparecido o al menos ha dejado de enseñarse como tal. Muchas veces me he preguntado si existía algún vínculo tácito en mi propia mente entre mi fascinación por la elocuencia y el hecho de que Giambattista Vico, el filósofo italiano del siglo XVIII, haya sido una figura tan importante para mí, y que fuera profesor de retórica especializado en elocuencia en la Universidad de Nápoles.
Cuando uno lee hoy las obras de Vico, casi cómicamente anticuadas —antes de que se diera a conocer con la primera versión de Ciencia nueva en 1725—, pronto advierte que en su mayor parte se ocupan del estudio filológico e histórico de cómo antiguos autores usaron formalmente el lenguaje de maneras que podían ser detalladas y sujetas a un minucioso escrutinio. Durante generaciones el estudio humanístico del lenguaje exigía un conocimiento de retórica y todo tipo de figuras literarias que hasta hace apenas tres o cuatro décadas todavía se enseñaban en la universidad y quizá incluso en cursos escolares de composición, como también en planes de estudio que intentaban enseñar a los jóvenes a leer y apreciar la literatura según tropos, figuras de dicción y recursos retóricos con nombres y usos muy específicos que surgían de discursos del tipo de los que el propio Vico emitía, estudiaba o imitaba. No hay duda de que la ostentación y el virtuosismo forman parte de la elocuencia, aunque la mayor parte de los retóricos clásicos, incluido Vico, advertían contra la grandilocuencia y la frivolidad por mera ostentación.
Impresionar al oyente con tu ingenio verbal e incluso con tu gran maestría con la técnica retórica no equivale exactamente a la verdadera elocuencia. Eso dijo Vico en su autobiografía al tratar sus propias ideas sobre la elocuencia: al enseñar esta materia Vico estaba siempre muy interesado en el progreso de los jóvenes, y para abrirles los ojos y evitar que fueran engañados por falsos doctores estaba dispuesto a provocar la hostilidad de los pedantes. Nunca discutía asuntos relativos a la elocuencia más allá de la sabiduría, sino que decía que la elocuencia no era más que la sabiduría hablando; que su cátedra (de retórica y elocuencia) era la que guiaría las mentes y las haría universales; que otros se ocupaban de las distintas partes del conocimiento, pero que él debía enseñarlo como un todo integral en el cual cada parte es coherente con cada una de las otras y extrae su significado del todo. Independientemente de cuál fuera el tema, mostraba en sus discursos cómo mediante la elocuencia cobraba vida como si un solo espíritu la absorbiera de todas las ciencias que tuvieran con él alguna relación.
Esta perspectiva altamente orgánica sobre qué es la elocuencia anticipa el interés romántico en la forma poética y el objeto de gran parte de los escritos de Coleridge sobre el papel de la imaginación, así como preocupaciones similares entre sus contemporáneos alemanes como los hermanos Schlegel. Sin embargo, el interés de Vico es, de una peculiar manera, sumamente anticuado, o más bien anticuado y contemporáneo al mismo tiempo, y era posible —creo— porque se suponía que todos sus alumnos contaban con un conocimiento operativo de un idioma no vernáculo más antiguo, en concreto el latín. Quizá una razón por la cual hemos perdido la capacidad de apreciar esa elocuencia, hoy al parecer pasada de moda, es que el latín ya no se enseña o no se da por aprendido como requisito previo a una educación universitaria completa. Nadie intenta hoy siquiera emular el tono rimbombante y latinizante del Dr. Johnson o Burke, salvo tal vez con cómica afectación. Esta es probablemente la razón por la cual se enfatiza tanto, en cambio, la comunicación, la inmediatez en la persuasión, y la habilidad para “vender” ideas, y por la cual el tono a menudo afectado y grandilocuente de los predicadores sureños contemporáneos como Barbara Jordan o Billy Graham parece sobreactuado y fuera de lugar, como si estuvieran intentando hacer algo verbalmente sin la preparación o la audiencia adecuadas. La existencia de un modelo tan distante como difícil de alcanzar sin una considerable disciplina de atención y aprendizaje de memoria inspira los ejercicios verbales considerablemente ornamentados y elaborados que Vico y sus contemporáneos consideraban elocuentes.
Existe un equivalente moderno aproximado a todo esto en la práctica hablada y escrita del árabe, un idioma considerado en Estados Unidos (desgraciadamente) altamente polémico y temible por razones puramente ideológicas que nada tienen que ver con el modo en que los hablantes y usuarios nativos viven, utilizan y experimentan el idioma. No sé de dónde viene esta concepción del árabe como un idioma que esencialmente expresa una violencia terrorífica e incomprensible, pero con seguridad todos aquellos villanos con turbantes de Hollywood de los años 40 y 50 que gruñen a sus víctimas con regodeo sádico tienen algo que ver, tanto como la fijación con el terrorismo de los medios de comunicación estadounidenses, que excluyen cualquier otro aspecto relacionado con los árabes. Para un árabe educado moderno de cualquier lugar del mundo árabe, la elocuencia está en realidad mucho más cerca de lo que Vico vivía y decía que para los angloparlantes.
La retórica y la elocuencia en la tradición literaria árabe se remontan un milenio, a escritores abasíes como al-Jahiz y al-Jurjani, que desarrollaron esquemas increíblemente complejos para entender la retórica, la elocuencia y los tropos que parecen sorprendentemente modernos. Pero todo su trabajo está basado en el árabe escrito, no en el hablado vernáculo: en el caso del primero, está dominado por la presencia del Corán, que es tanto origen como modelo de todo lo lingüístico que vino detrás (cosa que por supuesto es así en gran medida). Esto requiere una explicación, y es —me parece— bastante poco familiar para los usuarios de los idiomas europeos modernos, en los cuales existe una correspondencia aproximada entre las versiones hablada y literaria, y donde la escritura ha perdido por completo su autoridad verbal.
Todos los árabes tienen un coloquial hablado que varía considerablemente entre un territorio o país y otro. El idioma escrito, sin embargo, es bastante diferente, en seguida volveré sobre esto. Yo crecí en una familia cuyo idioma hablado era un amalgama de lo que se habla comúnmente en Palestina, Líbano y Siria: había pequeñas variaciones entre esos tres dialectos, suficientes para que un residente del Mashreq (como se conocen las tierras del Mediterráneo oriental árabe) pudiera identificar a otro como residente de, por ejemplo, Beirut o Jerusalén, pero nunca suficientes para impedir una comunicación fácil y directa. Pero como yo fui a la escuela en El Cairo y pasé la mayor parte de mi juventud allí, tenía fluidez también en aquel dialecto coloquial, mucho más rápido, abreviado y elegante que los que conocía a través de mis padres y parientes. El egipcio hablado se difundió aún más porque casi todas las películas, radionovelas y más adelante series de televisión árabes se producían principalmente en Egipto, por lo que sus giros coloquiales se hicieron familiares y los aprendieron los árabes de los demás países. Recuerdo con total claridad cómo los jóvenes de mi edad en Líbano o Palestina eran capaces de cantar las canciones e imitar la jerga de los comediantes egipcios con pompa considerable, aunque por supuesto nunca tan rápido y con tanta gracia como los originales.
Durante las décadas de 1970 y 1980, como parte del boom petrolero de aquellos años, se hicieron telenovelas también en otros países, e incluso algunas en árabe clásico hablado, que pocas veces lograron tener gancho, pues no solo eran dramas fuertemente costumbristas del tipo que se consideraba elevado y apto para los gustos de los árabes programáticamente musulmanes (y cristianos árabes chapados a la antigua, generalmente más puritanos) a los que iban dirigidos y que podrían sentir rechazo ante las picantes películas de El Cairo; sino que también estaban diseñados para ser beneficiosos de maneras que al menos a mí no me resultaban para nada atractivas. Para los inveterados internautas de nuestros días, hasta la más apresuradamente improvisada musálsal (telenovela) egipcia es infinitamente más entretenida que la mejor de las mejor reguladas series en árabe clásico. Solamente el dialecto egipcio tiene este tipo de vigencia. Por eso, si tuviera que comprender a un argelino apenas llegaría a alguna parte: así de diferentes son los dialectos coloquiales entre ellos a medida que uno se aleja de las costas del Mediterráneo oriental. Lo mismo me ocurriría con un dialecto iraquí, marroquí o incluso con un dialecto profundo del Golfo. No obstante, paradójicamente, todos los noticiarios y debates televisivos árabes, así como los documentales, por no hablar de reuniones, seminarios y discursos, desde sermones en mezquitas hasta mítines nacionalistas, además de los encuentros diarios entre ciudadanos con dialectos muy distintos, se desarrollan en la versión modificada y modernizada del idioma clásico, o una aproximación a este que pueda ser comprendida a lo largo y ancho del mundo árabe, desde el Golfo hasta Marruecos.
La razón de esto es que el árabe clásico, como el latín para los idiomas coloquiales europeos hasta hace un siglo, ha mantenido una presencia viva como el idioma común de expresión literaria, pese a los recursos vivaces y altamente disponibles de todo un grupo de dialectos hablados que, salvo en el caso del egipcio que mencioné más arriba, nunca adquirieron mucha vigencia más allá de sus ámbitos locales. Además, estos dialectos hablados no cuentan en absoluto con la vasta literatura existente en la lingua franca clásica, a pesar de que en todos los países árabes parece haber un corpus importante de poesía coloquial, por ejemplo, que es apreciada y a menudo recitada aunque solo sea a otros hablantes del mismo dialecto coloquial.
Por esta razón, incluso los escritores considerados regionales tienden a usar la lengua clásica moderna la mayor parte del tiempo, y sólo recurren al árabe coloquial de forma ocasional para reproducir poco más que fragmentos de diálogo. Así que, en efecto, una persona educada tiene dos personalidades lingüísticas bastante diferenciadas en la lengua materna. Es bastante común estar conversando con un periodista de diario o televisión en árabe coloquial y luego, cuando comienza la grabación, adecuarse en seguida a una versión simplificada del lenguaje clásico, que es intrínsecamente más formal y cortés. Por ejemplo “¿qué quieres?” en libanés o palestino, dirigido a un varón, es el muy informal ¿shu béddak?. En clásico sería: ¿madha turíd?
No es que no exista conexión en absoluto entre los dos idiomas. Por supuesto que existe, las letras son a menudo las mismas, el orden de las palabras es equivalente y los acentos personales pueden pronunciarse en el mismo tono. Pero las palabras y la pronunciación son bastante diferentes en el árabe clásico o culto, ya que una versión estándar del lenguaje pierde todo rastro del dialecto regional o local y emerge como un instrumento sonoro, cuidadosamente modulado, elevado y extraordinariamente dotado de inflexiones, capaz de una gran elocuencia que es frecuentemente (aunque no siempre) formularia. Usado con propiedad no tiene igual en cuanto a precisión expresiva ni en cuanto a la asombrosa manera en que cada letra dentro de una palabra (pero especialmente en las terminaciones) puede variar para expresar ideas bastante definidas y distintas.
Es también un idioma cuya centralidad para toda una cultura no tiene parangón, dado que (según Jaroslav Stetkevych, autor del mejor libro moderno sobre este idioma) “cual Venus, nació en un estado de belleza perfecta y ha preservado esa belleza pese a los peligros de la historia y todas las fuerzas corrosivas del tiempo”. Para el estudiante occidental, “el árabe implica una idea de abstracción casi matemática. El sistema perfecto de las tres consonantes radicales, las formas verbales derivadas con sus significados básicos, la precisa formación del nombre verbal, los participios… todo es claridad, lógica, sistema y abstracción. El idioma es como una fórmula matemática”. Pero también es un hermoso objeto que observar en su forma escrita, de ahí la centralidad de la caligrafía en árabe, que es un arte combinatorio de la más elevada complejidad, mucho más cercano a la ornamentación y el arabesco que a la explicitación discursiva.
Aún así sólo conozco a una persona que pueda realmente hablar en árabe clásico todo el tiempo, un politólogo y político palestino al cual mis hijos solían describir como “el hombre que habla como un libro” o, en otra ocasión, como “el hombre que suena como Shakespeare”, una designación que para los árabes sin fluidez en inglés simboliza el culmen del inglés clásico, cosa que por supuesto Shakespeare no era, dada la presencia de tantos payasos, campesinos, marineros y bufones en sus obras (Milton sería un mejor ejemplo del pesadamente sonoro lenguaje clásico). Todos los amigos de este académico palestino solían preguntarle si hacía el amor en el idioma clásico (lo cual siempre ha parecido imposible, pues el dialecto hablado es invariablemente el idioma de la intimidad), pero él no les concedía más que una sonrisa enigmática a modo de respuesta. Existe una suerte de acuerdo tácito que determina qué árabe debe usarse, en qué ocasiones, durante cuánto tiempo, etcétera.
Durante los primeros días de la guerra en Afganistán seguía por satélite el polémico canal en árabe Al-Jazeera, en busca de debates y noticias inaccesibles en los medios de Estados Unidos. Lo que me sorprendió, más allá de lo que en realidad se decía, era el alto nivel de elocuencia que exhibían los participantes más combativos y también los más repelentes, entre ellos Osama Bin Laden, que es (o era) un fluido y delicado orador que ni vacilaba ni cometía el menor desliz lingüístico, lo cual era sin duda un factor que contribuía en su evidente influencia. Como también poseen esa elocuencia, en menor medida, no árabes como Burhaneddine Rabbani y Hikmat Gulbandyar, quienes evidentemente no conocen el árabe coloquial, pero que se manejan con notable facilidad en el idioma clásico (basado en el Corán).
Lo cual no quiere exactamente decir que lo que se ha dado en llamar “árabe estándar moderno” (es decir, el clásico moderno) sea exactamente el mismo que el del Corán, que data de hace catorce siglos. No es el mismo: aunque el Corán sigue siendo un texto sumamente estudiado, su lenguaje (como en el ejemplo del hablante de clásico que di más arriba) es una antigüedad, una lengua forzada e inutilizable en la vida diaria, y que comparada con la prosa moderna usada hoy en todos lados se asemeja a una prosa poética que suena extremadamente “elevada”.
El clásico moderno es principalmente el resultado de una fascinante modernización del lenguaje que comienza durante las últimas décadas del siglo XIX —el periodo de la Nahda o renacimiento— llevado a cabo mayoritariamente por un grupo de hombres en Siria, Líbano, Palestina y Egipto (un notable número de ellos cristianos) que asumieron la tarea colectiva de llevar la lengua árabe al mundo moderno modificando y en cierto modo simplificando su sintaxis a través de un proceso de “arabización” (isti’rab) del original del siglo VII. Esto es, introduciendo palabras como “tren”, “sociedad comercial” o “socialismo”, que no podrían haber existido durante el período clásico, y excavando en los inmensos recursos del idioma a través del proceso técnico gramatical del qiyás o analogía (un tema discutido brillantemente por Stetkevych, que demuestra al mínimo detalle cómo las leyes gramaticales de derivación del árabe fueron movilizadas por los reformadores de la Nahda para asimilar nuevas palabras y conceptos en el sistema sin distorsionarlo en modo alguno). De este modo, en cierto sentido, estos hombres impusieron en el idioma árabe clásico todo un nuevo vocabulario que constituye aproximadamente el 60 % del léxico del idioma clásico estándar actual.
La Nahda supuso la independencia de los textos religiosos e introdujo subrepticiamente un nuevo secularismo en lo que los árabes decían y escribían. Así, las quejas contemporáneas del experto idiota del New York Times Thomas Friedman y de los rancios orientalistas como Bernard Lewis, que repiten constantemente la fórmula de que el islam (y los árabes) necesitan una reforma, no tienen ningún fundamento, pues su conocimiento del idioma es tan superficial y tan inexistente es el uso que de él hacen, que no muestran ningún tipo de familiaridad con el uso real del árabe, en el cual las huellas de la reforma en el pensamiento y la práctica pueden encontrarse por todos lados.
Incluso algunos árabes que por varias razones dejaron el mundo árabe a una edad relativamente temprana y hoy trabajan en Occidente repiten la misma sandez, aunque en el mismo aliento admitan no tener conocimiento serio del lenguaje clásico. Me chocó que Leila Ahmed, una egipcia que fue íntima amiga de mis hermanas en El Cairo, que fue a los mismos colegios ingleses que nosotros y que viene de una educada familia araboparlante, que obtuvo su doctorado en Literatura Inglesa en Cambridge y que escribió un interesante libro sobre el género en el islam hace casi dos décadas; haya resurgido como propagandista contra el idioma clásico y, extrañamente, como profesora de religión (a la sazón, de islam) en Harvard. En sus memorias de 1999 tituladas A Border Passage: From Cairo to America —A Woman’s Journey (Cruce de fronteras: de El Cairo a los Estados Unidos de América. El viaje de una mujer), pontifica sobre las virtudes del egipcio hablado al mismo tiempo que admite que en realidad no conoce en absoluto el fús-ha (árabe clásico). Esto no parece haberle impedido enseñar islam en Harvard, aun cuando apenas hace falta repetir que, en algún profundo nivel, el árabe es el islam y el islam el árabe.
Debido a una extraordinaria falta de experiencia cotidiana o del vivir en el idioma, no parece ocurrírsele que los árabes educados en realidad usan ambos, el vernáculo y el clásico, y que esta práctica totalmente común ni prohíbe su naturalidad y belleza de expresión ni por sí misma promueve automáticamente un tono forzado y didáctico, como parece creer. Las dos lenguas son porosas y el usuario fluye de una a otra como un aspecto esencial de lo que significa vivir en árabe. Leer la patética diatriba de Ahmed hace que uno lamente que no se haya molestado en aprender su propio idioma, cosa que le hubiera resultado bastante fácil si tuviera una mente abierta y la voluntad suficiente para hacerlo.
Durante los primeros quince años de mi vida viví exclusivamente en países de habla árabe, aunque solo fui a escuelas coloniales de habla inglesa, administradas bien por uno u otro de los religiosos grupos misioneros, bien por el secular British Council. El árabe clásico se enseñaba en mis escuelas, por supuesto, pero permanecía como una suerte de equivalente local del latín, es decir, una lengua muerta e intimidante (y de ahí la opinión que Leila Ahmed tenía de él). Aprendí a hablar simultáneamente árabe e inglés en las faldas de mi madre, y siempre fui capaz de saltar del uno al otro, pero mi árabe clásico quedó pronto desbancado por la inversión mucho mayor en atención que dediqué en la escuela al inglés. Durante mis primeros años el idioma clásico fue símbolo de circunstancias impuestas por padres e instituciones, por no llamarlas aprisionantes, que me obligaban a sentarme en la iglesia deleitado por sermones interminables, o en todo tipo de asambleas seculares donde predicaban oradores que proclamaban las excelencias de un rey, un ministro, un doctor o un estudiante, y donde como forma de resistencia a la ocasión me desconectaba de la letanía para alcanzar gradualmente un estado de atontada incomprensión. En la práctica, me sabía pasajes del himnario, el Libro de Oración Común (incluyendo el Padrenuestro) y textos devocionales similares de memoria, incluso algunas odas intolerablemente laudatorias (por aquel entonces así las encontraba) y generalmente patrióticas en verso clásico. Solo fue años después cuando comprendí cómo la atmósfera de aprendizaje de memoria, unos maestros y clérigos lamentablemente faltos de talento y represivos, y una suerte de actitud forzada de “es bueno para ti”, contra la cual yo estaba en perpetua rebelión, socavaban el proyecto por completo.
La gramática árabe es tan sofisticada y atrayente desde el punto de vista lógico que yo creo que la estudia mejor un alumno de más edad que pueda apreciar las delicias de su razonamiento. Del mismo modo, y de manera bastante irónica, la mejor enseñanza del árabe se dirige a no árabes en institutos de idiomas de Egipto, Túnez, Siria, Líbano y Vermont. Lo que nunca llegué a dominar con verdadera facilidad, sin embargo, fue la posibilidad de cambiar de una variedad a otra, de coloquial a clásico, o, lingüísticamente hablando, de informal a formal. Tan enajenado estaba debido a las capas de autoridad represiva que me envolvían siendo niño y adolescente, que como forma de rebeldía me aferré al lenguaje de la calle y reservé el uso del respetable idioma clásico solamente a burlas con todo tipo de propósitos, imitaciones salvajes de tediosa pomposidad e imprecaciones contra la Iglesia, el estado y la escuela.
Pero cuando, tras haber permanecido en los Estados Unidos (con frecuentes visitas a casa en El Cairo y Líbano) desde 1951, y después de haber estudiado solo idiomas y literaturas europeas durante la totalidad de mis dieciséis años de carrera escolar y universitaria allí, la guerra árabe-israelí de 1967 me empujó involuntariamente al compromiso político a distancia, lo primero que me impactó fue que la política no se dirigía en ‘ammía, o sea, el lenguaje del público general, como se denomina al árabe coloquial, sino más frecuentemente en el riguroso y formal fus-ha (pronunciado fuss – ha, la doble ese y la hache derivadas de guturales profundas que no tienen equivalente europeo), o sea, el idioma clásico. Al recordar mis actitudes de la infancia hacia el lenguaje formal pronto sentí que, presentados en actos o reuniones, los análisis políticos se hacían para sonar más profundos de lo que eran, o que mucho de lo que se decía en estas aproximaciones más bien demasiado pedantes de discurso formal se basaban más en los modelos de elocuencia aprendidos de memoria como emulaciones de seriedad que en la materia en sí.
Este, descubrí para mi disgusto, era especialmente el caso de las aproximaciones a la jerga marxista y de los movimientos de liberación aquel entonces, en las cuales las descripciones de clase, intereses materiales, capital y lucha social —con todos los contradictorios enredos, antítesis y “condenados de la tierra” que constituyen el legado de Fanon— fueron arabizadas y usadas en largos monólogos dirigidos no al pueblo sino a otros militantes sofisticados. En privado, dirigentes populares como Arafat y Nasser, con algunos de los cuales tuve contacto, usaban el coloquial con mucho más éxito que los marxistas (que estaban también mejor educados que el líder palestino o el egipcio), pensaba yo entonces. De hecho, Nasser en concreto se dirigía a las masas de seguidores en dialecto egipcio mezclado con resonantes frases en fus-ha. Y, puesto que la elocuencia en árabe tiene mucho que ver con la transmisión dramática, Arafat habitualmente aparece en sus pocos discursos públicos como un orador por debajo de la media: sus malas pronunciaciones, vacilaciones y estrafalarios circunloquios son el equivalente, para el oído educado, a un elefante errando sin rumbo por un cantero de flores.
En pocos años sentí que no me quedaba más alternativa que comprometerme a reeducarme en filología y gramática árabes (casualmente, la palabra “gramática” en árabe es qawa’id, plural de qa’idah, que significa tanto “base militar” como “regla” en el sentido gramatical). Tuve la suerte de contar como tutor con un viejo amigo de mi padre, el profesor retirado de Lenguas Semíticas de la Universidad Americana de Beirut Anís Frayha, quien, como yo, era un madrugador. Durante casi un año, entre las siete y las diez de la mañana, me guiaba en una exploración diaria a través del idioma sin ningún libro de texto, pero con centenares de pasajes del Corán (que en definitiva constituye los fundamentos del uso del árabe), autores clásicos como Al-Ghazali, Ibn Jaldún y Al-Masudi y escritores modernos, desde Ahmad Shawqi hasta Mahfuz. Profesor increíblemente eficaz, sus instrucciones me revelaban el funcionamiento del idioma de un modo que se adaptaba a mis intereses profesionales y a mi formación filológica en literatura occidental comparada, sobre la cual aproximadamente por aquel entonces yo estaba dando seminarios de especulaciones sobre el lenguaje (la llamaba la literatura del lenguaje) de autores de los siglos XVIII y XIX tales como Vico, Rousseau, Herder, Wordsworth y Coleridge, Humboldt, Renan, Nietzsche, Freud y de Saussure. Gracias a Frayha me inicié en —cosa que luego introduje en mis propias enseñanzas y escritos— los gramáticos y especuladores lingüísticos árabes, incluyendo Al-Jalil ibn Ahmad, Sibuyé e Ibn Hazm, cuyas obras se anticipaban a mis figuras europeas en siete siglos.
Tal y como lo ilustraba y explicaba Frayha, el paso entre el árabe clásico y el coloquial era para mí una experiencia fascinante, sobre todo a medida que iba efectuando comparaciones mentales con el léxico y la gramática del francés y el inglés. En primer lugar, puesto que el árabe es un idioma minuciosamente flexivo, uno puede aprender las nueve derivaciones formales más comunes de un verbo —el núcleo del idioma— a partir de una raíz de tres consonantes que sintácticamente pone a nuestra disposición aquellas formas comúnmente usadas (la mayor parte de las oraciones en árabe comienzan con un verbo), entre las que el escritor-orador debe elegir, aunque con el tiempo esto se vuelve automático. En segundo lugar, el léxico árabe es la parte más rica del idioma, puesto que las palabras pueden formarse mediante un método abrumadoramente lógico desde las raíces, y raíces a partir raíces, más o menos sin fin y con aparentemente perfecta regularidad. Por supuesto que existen variaciones en la expresión que han ido ocurriendo a lo largo del tiempo, pero los arcaísmos y la jerga moderna en el discurso clásico no presentan los mismos problemas que en el inglés o el francés modernos, por ejemplo.
El árabe clásico, sus reglas, sus inflexiones, sus modos sintácticos y su riqueza irresistiblemente bella parecen existir en una suerte de simultaneidad imperturbable bastante diferente a cualquier otro estado lingüístico que yo conozca. Aun cuando las conversaciones coloquiales toman rumbo hacia cuestiones serias o complejas y uno recurre al clásico como episodio intermitente o momentáneo, la necesidad de conversación trivial como “pásame el azúcar” o “debo irme” devuelve a uno al vernáculo. Pero, en ocasiones en que es declamado en una reunión pública, que podría ser una reunión de negocios, un seminario, un comité académico o una conferencia, los hablantes se transforman en portadores de este otro lenguaje, en el cual incluso expresiones como “estoy contento de encontrarme hoy aquí” o “no quiero hacerles perder mucho tiempo” pueden presentarse en fórmulas clásicas que funcionan como una parte orgánica del propio discurso como un todo.
Entre paréntesis debo mencionar que la cadena Al Jazeera, muy vapuleada en los medios estadounidenses por pseudoexpertos y que puedo ver fácilmente mediante mi antena parabólica, no solamente ofrece un rango más amplio de opiniones políticas que ninguna otra de las accesibles entre los principales medios de Estados Unidos, sino que debido al uso del estándar clásico no tienen lugar ninguna de esas lamentables vulgaridades de matón verbal que desfiguran los programas de debate y mesas redondas aquí, aun cuando los contrincantes discuten acaloradamente cuestiones importantes de política y religión.
Nunca he podido ignorar el impacto cómicamente disonante que me produce oír una palabra comúnmente usada que tiene significados del todo incompatibles en los dos idiomas. El nombre Sami, por ejemplo. En inglés uno piensa inmediatamente en Sam Weller o Sammy Glick, en un cómico, o al menos en un apodo poco elegante o en una forma abreviada y familiar del mucho más solemne “Samuel” cuyas resonancias bíblicas no son muy propias de nuestros tiempos. En árabe, Sami es también un nombre usual de varón (el femenino es Samía, que también significa “semítica”), pero deriva de la palabra “cielo”, samá’, y por consiguiente significa “elevado” o “celestial”, lo cual está todo lo lejos que podría estarlo de Sam o Sammy. Coexisten en el oído bilingüe, sin solución, nunca en paz.
A diferencia del inglés, el árabe hablado —tanto el estándar como los dialectos locales— está lleno de fórmulas de cortesía que comprenden lo que se denomina ádab al lugha, es decir, el comportamiento correcto en el lenguaje. A alguien que no sea un amigo cercano siempre se dirige uno en plural, y preguntas como “¿cómo se llama?” siempre se realizan indirectamente y con un tratamiento honorífico. Como sucede con el japonés y en menor medida el francés, el alemán, el italiano y el español, los usuarios del árabe hacen toda suerte de distinciones en tono y vocabulario al dirigirse unos a otros en determinadas situaciones y sobre temas especiales. El Corán es nombrado siempre como al-Qur’án al-Karim, el honorable Corán, y tras nombrar al profeta Muhámmad es obligatorio decir una frase que significa “Dios le bendiga y salve”. Una versión más breve de esta frase se aplica a Jesús, y en la conversación árabe regular el nombre de Dios se invoca docenas de veces en un arsenal de frases de extraordinaria variedad que recuerdan el latín “deo volente”, el español “ojalá”, o el inglés “in God’s name”, pero muchas más veces.
Cuando le preguntan a uno cómo se siente o cómo está, la respuesta inmediata e invariable es al- hamdulillah, por ejemplo, a lo que puede seguirle una serie completa de preguntas, también invocando a Dios, concernientes a miembros de la familia, a ninguno de los cuales se alude habitualmente por su nombre, sino por posición de afecto o prestigio (a un hijo no se alude por su nombre sino como al-mahrús, aquel a quien Dios guarde). Tengo un tío que, cuando trabajaba de ejecutivo en un banco, era un verdadero genio a la hora de explayarse sin rumbo durante quince minutos de educada divagación, inimaginable en inglés pero aprendida en los primeros años de vida y concentrada para su uso en situaciones en las que hay más cosas que decir que materia que tratar. Siempre lo encontré milagrosamente entretenido, en especial porque a mí me parecía dificilísimo de hacer salvo por un instante o dos.
Uno de mis primeros recuerdos acerca de cuánto se espera de un hablante de árabe clásico, o játib (orador), en una situación formal, es una historia que me contaron hace muchos años mi madre y mi tía abuela, profesora de árabe, tras asistir a un discurso académico en El Cairo impartido por una famosa personalidad egipcia, que podría haber sido Taha Hussein o Ahmad Lutfi Al-Sayyid. La ocasión puede que fuera política o conmemorativa, lo he olvidado, pero las recuerdo diciendo que estaban presentes una cantidad de sheijs de Al-Azhar. Mi madre observó que, para puntualizar el muy solemne y elaborado discurso, alguno de los sheijs se levantaba y decía allahumma, y luego se sentaba en seguida. Me explicaron que esa expresión de una sola palabra era una muestra de aprobación (o desaprobación) por la delicadeza de la expresión (o por un error de vocalización).
La historia ilustra la gran importancia de la que se dota a la elocuencia o, por el contrario, a los errores de elocuencia. No está de más añadir que la universidad de Al-Azhar de El Cairo no es solo la institución de educación superior más antigua del mundo: se la considera la sede de la ortodoxia para el islam, y su rector es para el Egipto sunní la más alta autoridad religiosa del país. Más importante aún es que en esencia, pero no exclusivamente, Al-Azhar imparte saberes islámicos, cuyo núcleo es el Corán, con todo lo que traen consigo: métodos de interpretación, jurisprudencia, hadiz, lengua y gramática. Por lo tanto, el dominio del árabe clásico constituye, claro está, el mismo núcleo de la enseñanza islámica para los árabes y otros musulmanes en Al-Azhar, puesto que el idioma del Corán —considerado como la palabra increada de Dios que “descendió” (la palabra en árabe es múnzal) en una serie de revelaciones a Muhámmad— es sagrado y contiene reglas y paradigmas que son consideradas obligatorias y vinculantes para sus usuarios, aunque, paradójicamente, por orden doctrinal (ijaz) no pueden imitarlo directamente ni, como en el caso de Los versos satánicos, cuestionar en modo alguno su origen enteramente divino.
Hace sesenta años se escuchaba a los oradores y se comentaba sin fin la corrección y felicidad de su lenguaje tanto como lo que tenían que decir. Yo nunca llegué a presenciar un episodio como el de la historia que me contaron, aunque recuerdo con cierto embarazo cuando di mi primer discurso en árabe (de nuevo en El Cairo) hace dos décadas y tras años hablando públicamente en inglés y francés pero nunca en mi propia lengua natal, un joven pariente mío vino hacia mí una vez hube terminado para decirme cuán desilusionado estaba de que no hubiera sido más elocuente. «Pero, ¿entendiste lo que dije?», le pregunté llanamente, pues que comprendieran algunos puntos políticos y filosóficos cruciales era mi principal preocupación. «Sí, por supuesto», contestó con desdén, «ningún problema. Pero no fuiste lo suficientemente retórico o elocuente». Y aún me persigue esa queja cuando hablo, puesto que no soy capaz de transformarme en un fasih clásico, es decir, un orador elocuente. Mezclo expresiones coloquiales y clásicas pragmáticamente, con resultados que (como me dijeron una vez amigablemente) semejan a alguien que tiene un Rolls Royce pero prefiere usar un Volkswagen. Todavía estoy tratando de resolver el problema, pues, dado que trabajo en varios idiomas, no quiero ser acusado de decir algo en inglés que no diga exactamente de la misma forma en árabe.
Debo decir que mi alegato de que mi forma de hablar evita los circunloquios y la afectación ornamental (que a menudo consiste en gran parte en una sucesión de sinónimos sin fin y en el uso de, o bien la conjunción “y” como recurso para elaborar ideas sin ocuparse de la lógica o el desarrollo, o bien un surtido de fórmulas indirectas y eufemísticas aprendidas de memoria, del tipo de las que Orwell se burla en Politics and the English Language (La política y la lengua inglesa), pero que pueden encontrarse en todos los idiomas) endémicos del declive de la escritura política, periodística y crítica contemporánea árabe, es también una excusa de la que me valgo para encubrir mi sentimiento de andar todavía errante a los márgenes del idioma y no permanecer seguro en su centro.
No ha sido hasta los últimos diez o quince años que he descubierto que la prosa más fina, esbelta y templada que haya leído o escuchado la producen novelistas (no críticos) como Elias Khoury o Gamal al-Ghitani, o dos de nuestros más grandes poetas vivos, Adonis y Mahmud Darwish, cada uno de los cuales se eleva en sus odas hasta tan excelsas alturas rapsódicas que conducen a auditorios abarrotados a arrebatos de éxtasis entusiasta, pero cuyas prosas son un instrumento aristotélico afilado como una navaja de una elegancia que recuerda a Empson o Newman. Pero su conocimiento del idioma es tan virtuoso y natural que pueden ser a la vez elocuentes y claros gracias a ese don suyo de no necesitar relleno, o agotadora verborrea, u ostentación por ostentación, mientras que para alguien relativamente recién llegado al idioma clásico como yo, que no lo aprendió como parte de un entrenamiento específicamente islámico, o en el sistema escolar nacional árabe (en contraposición al colonial), todavía debo hacer un esfuerzo consciente al componer una oración clásica de forma correcta y clara, no siempre con resultados elegantes, por no decir otra cosa.
Dado que el árabe y el inglés son idiomas tan diferentes en el modo en que funcionan, y que el ideal de elocuencia en un idioma no es el mismo que en otro, un perfecto bilingüismo como con el que tantas veces sueño, y que a veces me atrevo a pensar que casi he alcanzado, en realidad no es posible. Existe incontable literatura técnica sobre el bilingüismo, pero lo que he visto simplemente no puede dar respuesta al hecho de vivir realmente, en contraposición a conocer, dos idiomas de dos mundos y dos familias lingüísticas diferentes. Esto no es decir que uno no pueda ser de algún modo brillante, como lo era el nacido polaco Conrad, en inglés, pero la extrañeza permanece ahí para siempre. Además, ¿qué significa ser perfectamente, de manera por completo equivalente, bilingüe? ¿Alguien ha estudiado de qué maneras cada idioma crea barreras contra los demás idiomas, por si se diera el caso de que uno se deslizara hacia nuevos territorios?
A menudo me sorprendo a mí mismo fijándome en aspectos de la experiencia y recopilando pruebas a mi alrededor que reafirmen tanto la (para mí) irresistible imperfección como el estado dinámico de ambas lenguas, su perfecta desigualdad, que es mucho más satisfactoria que un dominio estático, completo pero al fin de cuentas sólo teórico del tipo que los intérpretes y traductores profesionales parecen tener pero que en mi opinión no tienen, puesto que por definición no pueden ser elocuentes.
Después de haber dejado atrás lugares que han sido destruidos por la guerra o que por alguna otra razón ya no existen, y ya que tengo muy pocas propiedades u objetos que provengan de los primeros años de mi vida, al parecer he convertido el uso de esos dos idiomas, en tanto que experiencias, en un ambiente que puedo llevar completo conmigo, con el timbre, entonación y acento específicos de cada momento, lugar y persona. Recuerdo y aún escucho lo que la gente dice, cómo lo dice, sobre qué palabras recae el acento y exactamente cómo. Y esta es, creo, la razón por la cual en la poesía inglesa son los personajes cómicos de Hopkins y Shakespeare lo que han marcado mis oídos de manera tan indeleble.
Pienso en mis primeros años, por consiguiente, tanto en términos de imágenes impactantes que me parecen ahora tan vívidas como entonces, como en cuanto a situaciones del lenguaje en árabe e inglés que siempre comienzan en la intimidad de la familia: el inglés musical y extrañamente acentuado de mi madre, adquirido en escuelas de misioneros y en un ambiente palestino culto de principios del siglo; su árabe maravillosamente expresivo, que vacilaba encantadoramente entre el vernáculo de su nativa Nazaret y Beirut y el de su posterior larga estancia en El Cairo; el excéntrico dialecto angloamericano de mi padre, su mucho más pobre mezcolanza de Jerusalén y El Cairo; la sensación que me daba tanto de amonestación como de una a menudo infructuosa búsqueda de la palabra justa en inglés y en árabe. Luego, más recientemente, el árabe de mi esposa Mariam, un idioma aprendido naturalmente en la escuela nacional, al principio sin la interferencia del inglés y el francés, aunque ambos fueron adquiridos poco después. De ahí su facilidad para moverse entre el clásico y el coloquial, cosa que yo jamás podría hacer, o al menos no como ella, sintiéndome como en casa. Y el asombroso conocimiento de la lengua árabe de mi hijo como una estructura magnífica, de algún modo consciente de sí, que adquirió concienzudamente por su cuenta en la universidad, y luego a través de largas estancias en El Cairo, Palestina, Jordania, Siria y Líbano, tomando nota de cada nueva expresión legal, coránica, poética o dialectal que aprendía hasta que él, un chico de Nueva York, hoy abogado, cuyo primer idioma obviamente era el inglés, se convirtió efectivamente en un instruido usuario del “tema” de su tatarabuelo (el abuelo de Mariam) (sic): el idioma árabe que enseñó como profesor universitario en Beirut antes de la primera guerra mundial. O el perfecto oído de mi hija como reconocida actriz y precoz talento literario que, aunque no hizo lo mismo que su hermano mayor y no salió a dominar las extrañas particularidades de nuestra Muttersprach original, puede imitar los sonidos con completa precisión, y le han estado llamando (sobre todo ahora) para que interprete papeles en películas comerciales, series de televisión y obras de teatro, papeles que corresponden a la mujer “genérica” del Medio Oriente, lo que le ha llevado lentamente a interesarse en aprender el idioma común de la familia por primera vez en su joven vida.
© Copyright Al-Ahram Weekly. All rights reserved Published by permission of Mariam Cortas-Said 12 – 18 February 2004 – Issue No. 677 http://weekly.ahram.org.eg/2004/677/cu15.htm
5 Comments
¡Imprescindible!
Gracias por llamar la atención sobre este texto.
Gracias a ti por hacérnoslo saber
Hola. ¿Habéis pensado en darle más difusión todavía publicándolo en Webislam en varias partes?
Un abrazo.
Hola, Manuel, pues no lo habíamos pensado porque no tenemos contactos allí ni sabíamos que existiera la posibilidad. ¿Qué sugieres?
Un abrazo
Hola a los dos:
Manuel, me encantó tu conferencia sobre la variedad de la terminología legal en las distintas zonas del mundo árabe.
Yo siempre estoy diciendo que eso del Modern Standar Arabic es una engañufa, porque ni es de ahora, ni es en todos lados igual, ni es todo el árabe. Y lo que tú dices es una prueba, entre muchas otras, de que no es “estandar”.
Y sobre el artículo de Edward Said, Antonio, que daría para horas de animada conversación, اللهمّ:
1º: Tomo nota, para añadir a mi colección recogida en:
http://bit.ly/1DnRdd4
de las nuevas acuñaciones para denominar nuestro suspirado objeto de enseñanza-aprendizaje que aparecen en el artículo: “el árabe estándar clásico” y “el clásico moderno”(!)
¡Cuando nos pondremos de acuerdo al menos en cómo denominar el asunto del que estamos hablando!
Yo propondría, a quien vaya hablar en sentido diacrónico,que respetara la terminología:
-árabe de la Yahiliya de la época preislámica
-árabe coránico de la época islámica
-árabe clásico de la época Omeya
-árabe modernista de la época Abbasí
-árabe medio de la época de la decadencia
-y árabe moderno de la Nahda
Aunque, hoy en día, sin hacer referencia a la historia de la lengua, y de interés para nosotros extranjeros y la sufrida EALE, lo mejor es la acuñación de Antonio Giménez de “Árabe a secas”.
Y 2º: Me ha hecho mucha gracia cuando se refiere a “que pueda realmente hablar en árabe clásico todo el tiempo”. Me ha recordado cuando Munther A. Younes decía de Waleed Saleh que “podría estar hablando en Fusha durante horas”. El mismo tipo de comentario lo he oido repetir ya en varias ocasiones y siempre se me queda la sensación de que conlleva un sentido implícito de cierto malabarismo circense ¿no?
Un abrazo
Aram